Desde que era un simple personaje mediático, Javier Milei viene insistiendo con las virtudes prácticamente milagrosas de la libertad irrestricta de mercado, que transformaría a la Argentina en la potencia mundial que- según él- alguna vez fue. Sin embargo, las experiencias pasadas de aplicación de ideas similares a las de Milei, demuestran justamente lo contrario. ¿Existe otra salida para el pueblo trabajador?
Milei intenta vender así el mito de que el mercado, libre de regulaciones, es una fuerza que actúa como una especie de selección natural, que mediante la competencia facilita la prosperidad de los mejores bienes y servicios, y fuerza a la mejora continua de los competidores, optimizando a su vez las ofertas laborales a los trabajadores.
En contraposición, para Milei la causa del empobrecimiento de la sociedad argentina es el peso del Estado, los obstáculos impositivos y regulatorios que le impone -según él- al libre mercado, y su intromisión en funciones que deberían ser realizadas por empresas privadas, regidas solamente por sus fines de lucro y el libre juego de la oferta y la demanda.
Todo este rejunte de viejas ideas recicladas, no hace más que intentar disimular una realidad: el mercado -eje del orden capitalista- no genera orden y armonía, sino el caos de una competencia feroz motorizada por el hecho de que la ganancia de toda patronal siempre tiende a disminuir con el tiempo, por múltiples factores.
Esto, a su vez, viene motorizando desde hace siglos toda clase de males económicos y sociales, desde crisis económicas de diverso tenor hasta guerras mundiales, pasando por el nacimiento del capital financiero (cuando se fusionaron los capitales industriales con los bancarios) y los monopolios de ramas enteras de la producción. Y sobre todas las cosas, recrudeciendo más y más la explotación del obrero, forzando los salarios a la baja, y los ritmos de producción al alza. Y además, siendo un país semicolonial, a esto hay que sumarle la incapacidad congénita de la clase dominante para generar un mínimo de desarrollo económico independiente.
Una muy mala experiencia
Milei remata su absurdo falsificando la historia de una manera burda, al presentar como algo positivo la experiencia peronista menemista.
Con un discurso similar al de Milei, aunque con menos exageraciones, el gobierno de Carlos Menem avanzó con una apertura amplia del país al “libre mercado”, adoptando enfoques “desregulatorios”. Así, las empresas estatales fueron privatizadas a precio de remate, se liberaron las trabas al comercio exterior quitando toda clase de aranceles, y el Estado Nacional redujo su personal.
El país venía de una crisis inflacionaria monstruosa, iniciada en 1989 y extendida hasta 1991. Tras una serie de medidas bancarias (un “corralito” que confiscó los plazos fijos), y el ingreso de dólares por las privatizaciones, pero fundamentalmente por toma de Deuda Externa, permitieron estabilizar la moneda y reducir la pobreza, aunque por poco tiempo.
Este “milagro” menemista duró muy poco. Ya de por sí, cientos de miles de trabajadores ferroviarios, petroleros, estatales y obreros de las industrias del Estado, pagaron la fiesta perdiendo sus trabajos. Los jubilados, estafados por los bancos y las AFJP, siguieron el camino. No tardó mucho tiempo para que en el interior del país la pobreza se fuera haciendo cada vez más grande y profunda, mientras el Gobierno Nacional seguía haciendo acuerdos con el FMI a cambio de más ajustes. Una década después, el modelo del “uno a uno” ( un peso igual a un dólar) que hoy venden como una época dorada, provocó la peor crisis social de los últimos 150 años, la que llevó al pueblo trabajador a echar al gobierno de De la Rúa en diciembre de 2001.
Vale aclarar, que el menemismo no fue una ocurrencia de un puñado de figuras, sino la aplicación de una política desarrollada por ideólogos yanquis en la década de los ’70. Había que revertir el estancamiento económico de las principales economías del mundo mediante un recrudecimiento del saqueo a los países dependientes: el llamado neoliberalismo.
Esa política, que se empezó a implementar en Argentina desde 1975, no sólo es defendida por casi todos los sectores patronales, sino que en los últimos 20 años (a pesar de lo que diga el discurso del peronismo kirchnerista) no se revirtió, sino que se atenuó mediante subsidios y una limitada intervención estatal: un cambio de política que solo fue posible por el Argentinazo de 2001 y los años de bonanza económica de 2002 a 2007.
De ese modo, el discurso de Milei, que se presenta como “rupturista” y “antisistema”, no es más que una reedición exagerada de un discurso que lleva imperando casi 50 años, de una política que solo trajo miseria, dolor y saqueo.
¿Sirve el intervencionismo de un “Estado empresario”?
Hasta acá, todo parecería darle la razón a los partidarios del sistema de grandes empresas estatales que supo tener la Argentina a lo largo de casi cinco décadas, y del rol del Estado como regulador del mercado.
Pero si bien es cierto que la estatización de empresas puede ser un paso progresivo, y que defendemos las instituciones estatales del vaciamiento privatizador, la realidad es que las empresas estatales persiguen la misma búsqueda de lucro que las privadas, compiten en el mismo mercado que las privadas, y por ende son víctimas de la misma caída de la tasa de ganancias que las privadas.
En otras palabras, las empresas estatales, insertas en un mercado capitalista, son empresas capitalistas que se manejan con las leyes del capitalismo. Y por ende, se adaptan a la política de la clase dominante: en el caso de la Argentina actual, con todas las patronales optando de una u otra manera por acomodarse al neoliberalismo, eso implica que las empresas estatales no van a ser garantía de un desarrollo industrial independiente. Eso no quita que estamos en contra de toda privatización, como en el caso de YPF.
Hace falta otro tipo de orden económico
Entonces, queda claro que con o sin regulación, el mercado solo sirve para acumular riquezas en manos de la patronal. Nada bueno puede salir de allí para los trabajadores.
Lo que los trabajadores necesitamos es poner la economía al servicio de nuestras necesidades. Y para lograr eso no solo hace falta que los trabajadores tengan un control efectivo sobre cada empresa, sino que, además, el grueso de la actividad económica esté rigurosamente, central y democráticamente planificada.
Reemplazando el afán de lucro y el juego de la oferta y la demanda como única guía de las actividades económicas, la planificación económica podrá organizar la producción y la distribución de bienes y servicios en torno a lo que la población realmente necesita, y a partir de lo que los trabajadores pueden lograr. Dicho de otro modo, tomar “de cada quien según su capacidad”, para dar “a cada cual según su necesidad”.
Lógicamente, semejante cambio no puede lograrse en los marcos del orden patronal. Es necesario imponer desde abajo un gobierno de los trabajadores y nuevo orden económico, y acabar con el perpetuo ciclo de decadencia capitalista. Y para llegar a eso, es necesario ir creando en las luchas cotidianas los embriones de las organizaciones que harán posible esa centralización cuando el pueblo trabajador dé el salto revolucionario: la experiencia de las fábricas recuperadas, los piquetes en las petroleras para conseguir trabajo genuino en la Patagonia y en Salta, entre otros ejemplos, nos demuestran que esa tarea no es para nada imposible.
Para transitar ese camino, es necesario sacar del medio a los dirigentes que simplemente quieren “humanizar” el libre mercado, y reemplazarlos por una nueva dirección, construida en las luchas, que tenga como bandera la expropiación de los monopolios y la imposición de una economía democráticamente planificada.