A lo largo de las últimas décadas, gobiernos de todo el mundo aplicaron recortes enormes en los sistemas de salud. Esto facilitó a la pandemia el hacer estragos, particularmente dentro de la inmensa masa de trabajadores que no pueden acceder a la salud privada.
El virus tiene origen en la naturaleza, y no distingue clases. Pero, como hemos repetido ya muchas veces, el capitalismo sí.
En Argentina, estamos cerca de llegar a los 100 mil muertos. Las medidas restrictivas que toma el Gobierno, aunque insuficientes, logran bajar la cantidad de contagios. Pero al no sostenerse ni enmarcarse dentro de un plan concreto, estos vuelven a subir. Y así las terapias intensivas no llegan a descomprimirse (ocho provincias aún están por sobre el 80% de ocupación y se habla de una “tercera ola” que puede llegar) y las muertes siguen sumando.
Las y los trabajadores de la salud, principales héroes en esta crisis, se encuentran en un estado de deterioro total. Jornadas dobles, vacaciones pospuestas o inexistentes y salarios miserables. Esto sumado a la cantidad de contagios y muertes (datos recientes de las ART indican que el 15% del personal de salud se contagió de COVID-19), genera en los hechos un vaciamiento de la salud, ya que por más camas o respiradores que se sumen, el personal que atiende a los enfermos es cada vez menos.
Mientras tanto, las prepagas, que como toda la industria de la salud, se llenaron los bolsillos durante la pandemia, lloran al Gobierno Nacional para que autorice mayores aumentos en las cuotas.
Muy por detrás de las necesidades
Actualmente el sistema de salud se divide en tres: público, privado y seguridad social (u obras sociales, como también lo conocemos). Se calcula que el 70% de los habitantes del país tienen alguna cobertura, mientras que el 30% depende del sistema público.
No es ningún misterio que el sistema público se cae a pedazos, que falta equipamiento y que sus trabajadores se desempeñan en muy malas condiciones. Sin embargo, no hay que dejar de mencionar que, a diferencia de la mayoría de los países de la región y muchos en el mundo, la salud pública en Argentina es de acceso universal. Cualquiera puede atenderse en un hospital público. Esta es una conquista que se sostuvo con años de lucha y no podemos olvidar.
Las obras sociales tampoco están a la altura de las necesidades, cualquier trabajador puede decirlo y la crisis de la pandemia no ha hecho más que empeorar esta situación. Malabares para conseguir un turno, compañeras y compañeros abandonados a su suerte, son cosa de todos los días. El sistema de obras sociales representa una privatización parcial de la salud, ya que estas se transforman en empresas privadas que especulan con las vidas de los afiliados. A su vez le da a los dirigentes sindicales una caja chica con la cual hacer sus negociados (ejemplar fue el caso Zanola del gremio bancario), y al Gobierno una correa con la cual domesticarlos, a través de los aportes.
La Reforma del Sistema de Salud que plantea ahora el Gobierno propone “unificar” los tres sistemas a través de un ente regulatorio. Si bien se plantea un acceso más equitativo a la salud, queda muy corto en garantizarlo. No cuestiona la medicina privada como un privilegio de quien puede pagar para recibir la mejor atención. Recordemos que este mismo Gobierno se negó a poner a disposición de todo el sistema de salud, los recursos de clínicas y sanatorios privados.
Alberto y Cristina, quienes se atienden en clínicas privadas, se encuentran muy lejos incluso del primer gobierno peronista, cuyo ministro de salud, Ramon Carrillo, estableció la atención gratuita que se sostiene hasta hoy, y se construyeron decenas de hospitales. Se impulsó la vacunación masiva y se creó EMETSA, una fábrica nacional de medicamentos que funcionaba en el Instituto Malbrán y producía medicamentos un 70% más baratos que los de la industria privada.
Revolucionar el sistema de salud
El sistema de salud que tenemos no puede afrontar el día a día de la vida de las y los trabajadores y el pueblo pobre. Mucho menos puede afrontar una pandemia. La reforma del Gobierno, en los hechos, no representará más que un montón de palabras bonitas que no tienen efecto alguno.
Lo que realmente hace falta es un sistema de salud 100% estatal y de calidad. Donde los más ricos no tengan el privilegio de salvar sus vidas mientras las y los más pobres morimos en los hospitales o a merced de las obras sociales.
Y esto se logrará estatizando no solamente los sanatorios y clínicas privadas, sino también los laboratorios farmacéuticos, las grandes cadenas de farmacias, empezando por los que cuentan con capacidad para producir vacunas contra el COVID-19.
Este sistema, debe estar bajo control constante de trabajadores de la salud y de los propios usuarios, obreros y empleados, que a través de asambleas, delegados o los órganos que hagan falta, den cuenta de las necesidades del sistema de salud, de las epidemias existentes, de las enfermedades que hacen más estragos y deben ser investigadas.
Un plan inmediato para afrontar la pandemia
Se debe pasar a planta permanente a todo el personal de salud inmediatamente, con salarios partiendo de la canasta familiar. Contratar más personal a través de la inversión en la universidad pública, en condiciones dignas. Y por lo menos mientras dure la pandemia, es necesario garantizar comedores, lavanderías, guarderías, para librar al personal de salud, que tiene un muy importante componente femenino, de las tareas domésticas que alargan aún más las interminables jornadas.
Un sistema de salud cuya prioridad sea cuidar la vida de toda la población no será el proyecto de un Gobierno que en el medio de una pandemia y una crisis económica prioriza pagarle la deuda al Club de París. Queda en nuestras manos organizarnos y luchar para que ningún compañero o compañera más muera a manos de la desidia capitalista.